La pandemia ha traído grandes cambios y aprendizajes. Destaca la capacidad de adaptación, flexibilidad e innovación de profesionales de la educación, la salud y de miles de emprendedores que se han reinventado en este año y medio a través de la creatividad, las tecnologías de la información y las redes sociales. Sin embargo, todas las grandes crisis muestran ambas caras de la moneda o, en otras palabras, lo más luminoso y sombrío de la humanidad.
Hace algunas semanas atrás se publicó en la prensa la noticia de un sumario de una prestigiosa universidad chilena a sus estudiantes debido a que habían copiado o plagiado resultados de ejercicios en pruebas escritas. Días después, un equipo de periodistas de una canal de televisión hizo una investigación sobre organizaciones profesionales que ofrecían en internet, servicios de resolución de pruebas o rendición de exámenes en educación superior, como también en evaluaciones en educación básica, media y superior.
Se ha puesto abiertamente en tela de juicio la calidad del aprendizaje y la formación profesional de los estudiantes universitarios en pandemia. Sin embargo, con menos fuerza, se ha cuestionado la ética de los mismos estudiantes y la de los profesionales (algunos descritos como doctores en física o matemáticas) que entregan esas prestaciones. Tampoco se proponen estrategias para prevenir este tipo de plagios. Sin duda, ambos temas son de gran preocupación.
La calidad de la educación en los tiempos de Covid-19 depende de varios factores, como pueden ser la modalidad de enseñanza (sincrónica, asincrónica, híbrida), la disponibilidad de equipos tecnológicos y acceso a internet, contar con un espacio físico que permita concentrarse a pesar de estar en el mismo lugar con otros miembros de la familia. Pero, involucran también buenas o malas prácticas de estudiantes y de docentes que también impactan en la calidad educativa. La pérdida de espacios de discusión, de encuentro y trabajo colaborativo; el acostumbramiento a “presentarse” a clases con cámara apagada, o bien, desconectarse, no participar ni contestar preguntas del docente, en cambio, estar pendiente del celular o jugando en línea, implican no asumir ni entregar el protagonismo al estudiante en su proceso formativo.
Es así que, antes de “rasgar vestiduras” en relación la copia y plagio en la universidad, es importante dar, por un lado, una mirada de contexto nacional y reflexionar sobre nuestro compromiso con la ética a nivel país. Por otro lado, cuestionarnos como académicos nuestras prácticas evaluativas en pandemia. También en esta área hay muchas oportunidades de mejora, en especial cuando tenemos la “tormenta perfecta”: google a mano, apuntes y PowerPoint en el computador y en WhatsApp como llamado de emergencia (o comodín) al compañero o al experto.
Mirada macro. En nuestra sociedad encontramos una percepción bastante autocomplaciente sobre cómo somos los chilenos. Es frecuente que nos definamos como solidarios, serios, trabajadores, esforzados y más cumplidores que otras sociedades vecinas. Incluso se ha escuchado esta idea que la cordillera de los andes nos aísla del mundo latino y que, debido al clima más frío, nuestros días grises y emociones más templadas, somos conocidos como los ingleses del sur de américa. Pero esas visiones se ven cuestionadas cuando nos sorprenden reportajes sobre corrupción a nivel político (el simbólico caso SQM, que no hizo diferencias entre partidos de izquierda y derecha), a nivel público (fraude en carabineros o el ejército, por ejemplo) y económico (emblemática colusión del papel higiénico), el uso fraudulento de instrumentos públicos, la evasión tributaria, por contar solo algunas. Ahí aparece nuestro lado B, el “roto chileno” con sus rasgos de astucia, “pillería” y bueno para hacer trampa, como el estudiante que compra la resolución de un certamen y el doctor en física que dirige esa pyme del engaño.
Estas realidades cuestionan nuestra conducta moral y ética, y destruyen el sueño de identificarnos con el estereotipo inglés que cumple las normas de convivencia social, mantiene compostura y respeta a los demás. También envenenan el alma, generan resentimiento y malestar; lo que puede llevar a ser más flexibles y laxos con los juicios morales. Por eso, se vuelve necesario re-encuadrarnos, fortalecer nuestros valores y aspiraciones morales, y con ello acordar nuevas y mejores formas de regulación de nuestras prácticas, de modo de encausar y dar mejores ejemplos a las nuevas generaciones.
A propósito del interrumpido estallido social y la elaboración de una nueva Constitución, vivimos en Chile un momento histórico donde se añora un nuevo pacto social que tenga un profundo sentido ético, que nos invite a revisar nuestros valores como sociedad y nos lleve a plantearnos nuevas formas de compromiso con ellos. Pero esto no se queda en lo abstracto, sino que trasciende a nuestras acciones y relaciones cotidianas, entre ellas nuestro rol como estudiantes y académicos.
Mirada micro. La educación superior forma en competencias (o al menos así lo plantean la mayor parte de los modelos educativos de las universidades chilenas y del mundo). Una competencia es un saber en contexto, y esto implica evaluar el desempeño a través de formatos que los estudiantes no puedan contestar con un “bloque” de información, cortada y pegada desde sus cuadernos o materiales escritos, de las diapositivas del docente, de lo leído o copiado de la web. La memoria es un medio para aprender, no es el fin del aprendizaje. Aprender tiene relación con el uso que se hace del conocimiento. Esto implica, que el estudiante discrimine qué de lo que ha aprendido le sirve para responder la pregunta de la prueba o hacer el trabajo solicitado.
No obstante, las prácticas de evaluación son las que menos han avanzado y actualizado en los distintos niveles educativos. En educación superior, existe la tendencia a entender la evaluación como la medición de contenidos a modo de exámenes escritos, usando ítems de respuesta cerrada o resolución simple de problemas a través respuesta corta (un cálculo o una frase), rendidos de manera individual y sin posibilidad de corrección. La mayor parte de las evaluaciones son descontextualizadas y memorísticas, no se refieren al abordaje de problemas de la vida real ni a cómo aplicar lo aprendido en la asignatura para desempeñarse mejor en el mundo laboral.
En la cotidianeidad ¿nos piden definir algún concepto o enumerar las variables involucradas en una ecuación? No. Lo que probablemente hacemos en el trabajo es diagnosticar problemas, mostrar un criterio profesional, aplicar el conocimiento disciplinar en casos diversos y tomar decisiones fundamentadas. Sin duda para hacerlo recurrimos a lo aprendido a través de la memoria, pero no nos sirve recitarlo, sino comprenderlo, utilizarlo, criticarlo e investigar nuevos avances. Esto tampoco lo hacemos solos, trabajamos en equipo, revisamos fuentes bibliográficas y estudios relevantes.
La evaluación auténtica ofrece formas de valorar el aprendizaje que son equivalentes a los contextos profesionales en que los estudiantes tendrán que participar. Un aspecto característico es el trabajo en equipo, la interdisciplinariedad, la capacidad de innovación y la colaboración más que la competencia. Entonces, ¿por qué no construir metodologías de evaluación que rescaten la autenticidad del desempeño profesional? Desde esta perspectiva evaluativa la posibilidad de copiar y plagiar disminuye al máximo porque no hay respuestas únicas, sino que éstas deben ser ajustadas al contexto del caso, siendo lo importante la justificación y fundamentación del abordaje de la pregunta o tarea en cuestión.
Considerando, entonces, esta doble moral nacional y su impacto en el compromiso ético de la sociedad, los académicos necesitamos reflexionar con nuestros estudiantes sobre estos temas y apelar al perfil de egreso profesional, como también innovar en nuestros sistemas de evaluación, buscando mediciones más auténticas y desafiantes, involucrando a los estudiantes, dándoles protagonismo y acercándolos al mundo laboral.