Durante décadas, hemos observado índices preocupantes de depresión en Chile y el mundo. Identificados en el año 2010 como una transición epidemiológica, los trastornos mentales irrumpieron como una preocupación mayor en la salud pública. La Encuesta Nacional de Salud de esa época revelaba que aproximadamente el 20% de la población chilena experimentaba síntomas depresivos significativos, una cifra agravada por la reciente pandemia y las incertidumbres nacionales. Hoy, una porción considerable de chilenos padece depresión, estimándose que en torno al 46% de la población ha tenido síntomas depresivos en el último año.
Sin embargo, ¿qué entendemos realmente por depresión? Puede resultar sorprendente, pero existe un mayor consenso científico en la descripción de sus síntomas que en la comprensión de sus causas. Ninguna teoría ha explicado de manera concluyente el origen del trastorno depresivo, por lo que comúnmente se le atribuye una naturaleza biopsicosocial, aunque sin un entendimiento pleno de la interacción y jerarquía de estos factores. Las herramientas diagnósticas actuales, lejos de ser pruebas de laboratorio, se basan principalmente en evaluaciones clínicas estructuradas de diversa índole. Consiguientemente, la laxitud del estatus explicativo de la enfermedad y su expresión en la prueba diagnóstica, se ha expresado sin lugar a dudas en confusión y, como muchos investigadores advierten, en sobrediagnóstico.
La falta de claridad conceptual en torno a la depresión contrasta marcadamente con el enfoque predominante en Chile para su tratamiento: la psicofarmacología. Estudios nacionales han demostrado un incremento lineal en el consumo de psicofármacos, una tendencia que, según informes del Ministerio de Salud de 2023, se ha acelerado notablemente. Esto ha llevado a una realidad preocupante: en Chile, los psicofármacos son el segundo tipo de medicamento más consumido por la población, con un aumento del 89% entre 2020 y 2021. Paradójicamente, este creciente uso de psicofármacos no se ha traducido en una mejora proporcional en el manejo del malestar psicológico. En esta línea, en algunos países de Europa a pesar de que casi el 80% de la población podría utilizar psicofármacos en algún momento de su vida, su efectividad en el largo plazo es al menos dudosa. Diversa evidencia científica apunta en esta dirección y es urgente tomar nota, o al menos abrir una discusión respecto con qué tipo de herramientas abordar la epidemia de depresión en los próximos años. Algunas reflexiones adicionales podrían dar luces a esta incógnita.
La depresión no es solo un conjunto de síntomas clínicos; en su núcleo siempre hay una vivencia emocional. Las emociones más comunes asociadas con la depresión son la tristeza persistente y/o una marcada falta de motivación. Estas experiencias no emergen aleatoriamente o en un vacío experiencial, una parte importante de las veces derivan de la vivencia de desconexión de aquello que necesitamos. La ciencia y los datos en Chile indican que la pérdida de lazos afectivos es un detonante común. Pero hay más: la desconexión de la naturaleza, del entorno social, de las amistades, la pérdida de seguridad económica, del sentido de propósito, e incluso la falta de conexión con el presente, son factores que pueden contribuir a este estado emocional. Estas desconexiones reflejan una falta de armonía que demuestran que no estamos encontrando lo que necesitamos en nuestras vidas.
Cada generación experimenta estas desconexiones de manera distinta. Los niños pueden sentirse desconectados por cuidados deficientes o excesivos; los adolescentes, hipnotizados por las redes sociales no logran desplegar adecuadamente su afectividad; los adultos, sumidos en un mar de incertidumbres no logran tranquilidad; y los ancianos, no encuentran un lugar valioso en la sociedad y experimentan soledad. Estas desconexiones son ejemplos, en cada etapa de la vida, del contenido de la tristeza.
Si bien cada persona que sufre es un universo por sí misma, sería ingenuo pensar que la depresión en Chile no tiene algún elemento común que explica en parte el panorama actual. Probablemente, el Chile que se deprime no es un Chile enfermo, es más bien un Chile entristecido, desconectado. ¿De qué? Aunque muchos tendrán su diagnóstico, dilucidar es la tarea esencial de los próximos años. Poner en palabras aquello que nos hace sufrir, en un relato y narrativa común, es el primer paso para avanzar hacia un país con mayor bienestar psicológico. Como magistralmente nos advirtió William Shakespeare hace cuatro siglos: “Otórgale palabras al dolor, la pena que no habla susurra en tu corazón hasta romperlo”.
Jaime Silva Concha.
Director del Instituto de Bienestar Socioemocional IBEM UDD.