Dr. Jaime Silva
Director Instituto de Bienestar Socioemocional (IBEM UDD)
A mediados de los años 90, algo inédito empezó a pasar con la música. Los discos no solo sonaban más fuerte; empezaron a grabarse de otra manera. Productores y sellos discográficos modificaron deliberadamente la forma en que se masterizaban las canciones, “comprimiendo el rango dinámico” y eliminando los contrastes de volumen para lograr un sonido uniforme, constantemente alto. ¿La razón? Competir por la atención y las ventas. En un mercado saturado, una canción que sonara más fuerte destacaba en la radio, en los parlantes de un supermercado o en un centro comercial. Lo llamaron la Guerra del Volumen (Loudness War), y sus consecuencias se hicieron sentir pronto. A medida que el volumen crecía, los matices desaparecían. La compresión dinámica aplanó las canciones. Los susurros se desvanecieron, el contraste se perdió, las transiciones sutiles quedaron borradas. La música seguía sonando, pero se había vuelto plana, uniforme, sin profundidad. Como una pantalla: visible, brillante, atractiva, pero carente de relieve.
Hoy, tres décadas después, esa misma lógica de saturación ha invadido un terreno más delicado: el espacio público, el discurso, el pensamiento. Los medios digitales y las redes sociales han impuesto su propia Guerra del Volumen, esta vez en el mundo de las ideas. En un ecosistema regido por algoritmos, viralidad y métricas de atención, las ideas no sobreviven por su profundidad, sino por su capacidad de gritar más fuerte. De esta forma, los argumentos -y el mundo mental que hay detrás- se simplifican y radicalizan. El resultado es el mismo que en la música de los 90: las ideas se vuelven planas como una pantalla. A simple vista, parecen sólidas, contundentes, irresistibles. Pero cuando uno se acerca, descubre que carecen de modulación, de matices, de esa textura intelectual que permite a las sociedades pensar de forma compleja y construir conocimiento real. En su lugar, proliferan los relatos binarios y las certezas precarias. El mundo político, empapado de esta realidad radicaliza sus propuestas y el comportamiento de los votantes se polariza.
Esta guerra no es solo colectiva. El individuo contemporáneo también vive su propia saturación. La cultura le enseña a vivir su mundo interno binariamente, donde sus emociones son un síntoma y sus necesidades afectivas son un problema. El bienestar se vende hoy como un eslogan, una solución rápida, un tutorial de diez pasos. Así, el sufrimiento emocional se transforma en diagnóstico o en déficit. Se empuja a simplificar el mundo interior, a leerlo en términos rígidos, a silenciar las modulaciones emocionales que definen la complejidad humana. El lenguaje emocional se vuelve tosco. El autoconocimiento se rigidiza. Como la música de los 90, como las ideas en las redes, la vida emocional se vuelve plana como una pantalla.
En un mundo saturado de información, de certezas prefabricadas, el dilema no es la falta de datos. Es la falta de comprensión y profundidad. Cuando todo suena tan fuerte, cuando todo se ve tan brillante y definido, las ideas dejan de construir conocimiento. Solo se expanden a sí mismas, rígidas, simplificadas, carentes de modulación. La verdadera tarea no es hablar más fuerte. Es recuperar los matices, las pausas, las sombras, los susurros. Recuperar, en definitiva, la profundidad.