Dr. Pablo Vergara
Investigador Laboratorio Condicionantes de Salud Mental y Psicoterapia
En el trabajo con niños, niñas y adolescentes, es común centrar la atención en su bienestar psicológico, académico y social. Sin embargo, hay un factor clave que muchas veces permanece en las sombras: la salud mental de las personas que los crían, educan y protegen.
Padres, madres, cuidadores y docentes son los pilares de los entornos que moldean el desarrollo emocional de la infancia y la adolescencia. Por ello, la salud mental no puede ser entendida como un fenómeno aislado, sino como un círculo donde cada miembro del sistema influye y es influido por los demás.
La evidencia científica es clara: el bienestar emocional de los cuidadores tiene un impacto directo en la regulación emocional y la seguridad psicológica de los niños y niñas. Una persona adulta que lidia con estrés crónico, depresión no tratada o una ansiedad desbordante puede, sin querer, transmitir patrones de respuesta desadaptativos a sus hijos/as o estudiantes (en el caso de un docente).
Por otro lado, una persona que cuida de su salud mental y emocional tiene mayores probabilidades de ofrecer herramientas de afrontamiento positivas, generando un círculo virtuoso de cuidado y resiliencia.
En mi opinión, vivimos en una sociedad que a menudo coloca la carga de «estar bien» únicamente sobre los más pequeños. Los programas de intervención suelen centrarse en el niño/a o adolescente como el «paciente identificado,» sin atender los contextos que mantienen o exacerban su malestar. Esto a mi parecer no es sólo ineficaz, sino también una visión limitada del proceso terapéutico y del desarrollo humano.
La salud mental de los adultos que cuidan a niños/as y adolescentes también está profundamente influida por las condiciones sociales, laborales y culturales que enfrentan. Las altas demandas laborales, la falta de acceso a servicios de salud mental, la precariedad económica y la presión social de “ser el adulto responsable” sin espacios para la vulnerabilidad, son factores que no pueden ignorarse.
Por eso, creo que, como sociedad, debemos replantearnos cómo entendemos y abordamos la salud mental. Es necesario un enfoque integral que no sólo incluya programas para fortalecer las habilidades socioemocionales de la infancia, sino que también fomente redes de apoyo y espacios de autocuidado para los adultos. Esto incluye políticas públicas que faciliten el acceso a terapia, horarios laborales flexibles que permitan una conciliación real entre trabajo y familia, y campañas de sensibilización que desestigmaticen la búsqueda de ayuda psicológica en cualquier etapa de la vida.
La salud mental es un tejido interconectado. Al cuidarnos a nosotros mismos, también cuidamos de los niños, niñas y adolescentes que contenemos. En este círculo de vida y cuidado, todos somos protagonistas. Todo pareciera indicar que el bienestar de la infancia y la adolescencia comienza en la adultez que los contiene.